Mezzo

                                                                                 ¿Wolverines? ¿Lobeznos? 

                                                                                   Más bien éramos lechuzas en la madrugada. 

                                                                                                     Bernard Wolfe. Mezz Mezzrow.

 Hay tres montones, cuatro, si contamos el de los calcetines. Uno con camisas de manga corta, ordenadas por colores, otro, con camisetas con escote en la espalda, en forma de equis y un tercero con las de manga larga. Mezzo corre histérico de un lado a otro del pasillo, como si estuviera poseído. Se ha lastimado contra la puerta en varias ocasiones haciendo vibrar el cajetín de llaves de la entrada. Sigue corriendo a pesar de que Julia ya le ha retirado el juguete que le prepara, haciendo una bola con un par de calcetines, cada vez que dobla la ropa. Eso le preocupa. La noche ha tomado el testigo de la vida a la tarde cuando, todavía contrariada por la actitud nerviosa de su gato, se sienta a descansar. Afuera parece que hubiera fuego, pero cuando Julia se asoma a la ventana ve las luces intermitentes y esféricas de una ambulancia. Todos deben estar tras las mirillas y al acecho, con suerte. Quizá no  todos, pero sí el vecino de enfrente que se asoma en pijama. Buenas noches. Es la cuarta vez en lo que va de mes.


    Un miedo mágico emponzoñó el pasillo y amenazó con colarse por cuantos recovecos habían dejado como campo de paso las imprecisiones arquitectónicas. Una a una y para protegerse, se fueron cerrando las puertas. Como en una noche de realismo mágico, muchos se apresuraron a buscar las toallas más ajadas y las dispusieron en forma de cintas de aislamiento para que el miedo no se adentrara bajo las puertas de sus hogares.  Cuando Julia tomó  la decisión de no blindarse como sus vecinos por parecerle dramática, y aún con la puerta abierta, Mezzo huyó escopetado.  No supo qué rumbo podía haber tomado, así que buscó primero en las plantas de abajo, para comprobar que no se hallara buscando la salida que conducía a la calle. Dadas las circunstancias, no creía que, tras el incidente, alguien hubiera salido porque no recuerda haber visto luces ni escuchar paso alguno. Llegó al portal. La ambulancia ya se había ido y la calle  parecía particularmente  inhóspita. Abrió el portón con cuidado de que Mezzo no apareciera de la nada y se esfumara definitivamente atravesando el triángulo que formaban sus piernas bajo la  falda. El miedo del pasillo, que era como una niebla de color anodino-amenaza se concretó y devino denso y gris miedo-pérdida. Julia respira y cuenta inspiraciones en uno, expiraciones en cinco, como hacía cada vez que la ansiedad rascaba sus entrañas. Miedo despedida aparece ahora, porque teme que Mezzo se esfume como mismo había llegado a su vida. Era un gato ya  medio hecho, -recuerda-, con sus patas ya firmes, aunque aun no había terminado de desarrollarse.  El nombre no había sido ocurrencia suya, sino de quien, si bien lo había abandonado, también le había regalado una identidad grabada sobre un collar. Era evidente que fue un abandono forzado, porque asimismo le había buscado un espacio donde pudieran acogerlo.  Cuando había regresado del trabajo, Julia lo vio hecho una bola sobre una manta frente a la puerta de su casa. Buscó un barreño viejo y bajó a la tienda de la esquina para comprar un saco de arena y alguna latas. La contrariedad le había cambiado el humor, que mejoraba a medida que subía la escalera entretenida con lo que parecía ser la melodía de Crystal Silence, aunque no podía estar segura porque el sonido del contrabajo llegaba desvaído.  Buscó  por las redes  a alguien que quisiera hacerse cargo del animal, pero cuando,tras apalabrar la entrega, lo miró, llamó de inmediato para decir que por alguna razón, tenía la impresión de que ese gato era parte del barrio.

 Cuando hubo revisado abajo, cambió de dirección. Planta a planta, anduvo por los pasillos desiertos de cobardía. El pestillo de alguna puerta sonó con fuerza y Julia se preparó para saludar y preguntar por el paradero del animal, pero la puerta no llegó a  a abrirse. Supo del olor del champú de los vecinos de algún apartamento de la octava planta, del pescado que cenarían  los  de alguno de la séptima, del incienso  que perfumaba  algún otro apartamento de la sexta y del olor desconocido que había invadido por completo la quinta planta. Una única puerta estaba abierta. Tras ella, Mezzo olfateaba silencioso una valija vieja mientras unas manos largas y perfectas acariciaban su pelaje. Ambos estaban sentados en el suelo. Los ojos, inmensos, se abrieron como telones al tiempo que su boca bosquejó una sonrisa grande y deteriorada, pero que daba cuenta de haber sabido reír mucho en otro tiempo. Se levantó mientras le indicaba a Mezzo, con la precisión de su tacto sobre su cabeza, que podía seguir olisqueando su pasado. Tomó su contrabajo y percutió un tema que Julia no supo reconocer.  Era prácticamente la única pieza de la sala, junto a un camastro de hierro y un colchón que no levantaba más de quince centímetros. Quiso preguntarle por qué Mezzo subió a buscarlo, qué había tras su historia, cómo había llegado a aquel estado de insalubridad. ¿Habría heredado  la vivienda? ¿Acaso habrían de desahuciarlo? ¿Era tal vez un ocupa?  Pensó mil preguntas, abrió su boca y antes de que pudiera emitir palabra,  aquella promesa mancillada le dijo que estaba muy agradecido a la vida por haberla puesto en su camino para que cuidara de Mezzo. Muy agradecido a la vida, en general, le recalcó mostrando una gran dentada que quizá había seducido y contagiado alegría alguna vez. Julia tomó a su gato. Pensó mucho qué decir, pero las palabras no salían. Ahogó, junto a las otras preguntas, la que quería indagar acerca de a quién se había llevado la ambulancia, porque todo el mundo sabía que el incidente había acontecido allí, en el mismo apartamento que  acogiera a Mezzo en otro tiempo. Cerró, aun perpleja, la puerta de su casa y fue a buscar toallas para que no entrara más  aquel miedo espectral que nunca antes había sentido y que se traducía en espeluznante indefensión, en pánico. Poco después pudo ponerle nombre. Era quizá miedo a la miserable pobreza.  

 

                                                                            Dibujo de la autora


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