La puerta azul

Primero le daban mazazos hasta dejarlo bienherido sobre el suelo. Los lunes eran los días de los golpes invisibles: mostrarle un vaso de agua cuando estaba sediento, comida cuando se sentía hambriento o hacer pasarela con los objetos que le habían robado. Entonces se hundía en la esquina fría buscando ampliar el fondo. Como la pared no daba más de sí, se le fueron formando llagas arriba de su coxis y comenzó a forjar la poderosa imaginación que le permitía crear una habitación para el refugio de su impotencia.

Allí lo dejaron unos días. Luego lo invitaron a degustar exquititos manjares y apareció una pequeña cohorte de niños que portaban flores de todos los colores. Mientras las disponían en círculos, lo sentaron presidiendo la mesa. Abrieron una botella del vino reservado para el gran día. Sirvieron una copa para él y sintió la tentación de sonreír, pero el miedo a que la invitación fuera parte del juego fue mayor que el impulso de veraz entusiasmo, así que contuvo cualquier expresión de esperanza. La copa estaba cada vez más cerca de su servicio. El camarero se acercaba mientras esbozaba una sonrisa de dibujos inanimados. El brazo verde rodeó su espalda. Podría ser cualquiera. Las flores fueron tomando un tono de mate funerario a medida que los pequeños colocaban, al interior de las coronas recien formadas, los objetos robados. El camarero tendió la copa. Aner levantó su mano para asirla definitivamente. Los niños decoraban la última corona con su retrato. Clin clin plas, chapoteo y risas. Sus labios no rozarían el fino borde del cristal de la copa caída.

Los jueves tocaba humillación por torpeza. Hacia las doce solía abrirse paso el gran desfile. Fue durante la celebración del Día del Remordimiento. Primero llegó el año veintialgo, disfrazado de rockero. Aner observa el espectáculo de su vida: cómo mal decidía sin voluntad, cómo se sucedían los días a la deriva de lo que otros querían. Ve la terraza de su apartamento. Ha tocado el alba. Buscan cigarros en los abrigos, en las gavetas de un cuarto, de otro. Aparece una cajetilla de una marca que no gusta a nadie, pero todos son iguales ante la carencia, lo tomas o lo dejas. Algunos chupetean su tabaco y reconocen que no están tan mal. Tosen y ríen. Hablan de lo efímera que es la vida, cuatro días, al fin y al cabo. Critican a las ratas de biblioteca, a los busca títulos y credencialistas, a los abstemios y a los disciplinados. Celebran la amistad con babas de autenticidad entre te quieros y promesas de eternidad y confesiones de lo que nunca les dije. Se abrazan entre improntas de presentismo y se agrupan como las moléculas de agua cuando se hielan. La imagen se congela. Solo Aner se ha creído el contenido del momento. El desfile siguió mostrando las bambalinas de las vidas de esos otros incrédulos pero apasionados declamadores de las bondades de la amistad. Eran disciplinados y ratas libreras en confortables estudios. Y pronto serían titulados, creativos o asalariados que seguirían reuniéndose cada cierto tiempo para desatar, entre sus lenguas, las más retóricas de las teorías. Eran actores y espectadores prodigiosos: cantaban contra el culto al trabajo, pero con resaca o sin ella, el día los saludaba frente a sus ordenadores. Copas en manos, celebraban que sus vidas eran las mejores de las vidas. Hacían buen registro y ostentación de ello, desde luego.

Cuando comenzó a aparecer la tercera carroza de recuerdos, el brazo azul lo tomó por su brazo y lo forzó a acompañarlo. Lo devolvieron a la habitación. La carcajada a punto, tres, dos, uno. Esta vez la mano de Aner subió hasta la nuca y la apretó con fuerza.

-Ni se te ocurra.

Se cerró la puerta. Poco después se abrió y entró el conversador.

-¿Te has quedado con sed? Pena de copa.

Hacia media tarde llegaría la tercera visita. El confiador dice que debe apoyarse sobre su espalda y dejarse caer. Cuando descansa sobre ella le hace el vacío y cae. Siempre sobre el mismo lado. Luego le propina un empellón que lo empotra contra la puerta. La manecilla le magulla siempre el mismo costado. Por eso Aner tiene ese hueso tal mal puesto que le forma un bulto evidente incluso cuando viste camiseta. Debes confiar, le dice, aún no has aprendido a distinguir entre quienes te quieren y quienes querrían verte muerto. Cierra la puerta.

-¿Quien te ha hecho eso? ¿Te han roto una costilla?, pregunta el hombre de la bata.

-El confiador, son prácticas del confiador, responde.

-Cómo se te ocurre decir que el confiador podría dejarte en este estado. La mentira contribuye a la ceguera que nos limita. En mi libro La luz está en ti propongo las claves para resplandecer. Mañana te traeré un ejemplar. El hombre de la bata parece estar enamorado de su ingenioso humor. En el libro dedica un apartado a la relación entre la vida plena y la risotada que han dado su concepto biosonrisa, dice, mientras apunta: "mitomanía" en su cuaderno.

Cada martes toca oscuridad, los miércoles estremecimiento. Los jueves es el día de la humillación a la torpeza. El fin de semana aislamiento y los lunes, otra vez, el día de los golpes invisibles, es decir, el Día del mazazo. Este lunes pidió salir para moverse un poco, pero cuando empezó a correr, alguien puso una barra en el asfalto. Cayó y la barra sobre él. Pesaba muchísimo. Intentó retirarla de su cuerpo, pero no pudo. Dos hombres corpulentos lo miran, se miran y dicen vamos. Levantan la barra. Siente un alivio celestial, casi divino. Luego bajan su pantalón. Lo llevan a su habitación como a una novia en esa escena nupcial del amor romántico. Sabe que no dejarán de acariciarle hasta que agradezca el hostigamiento. Cada cual pide lo suyo. Cierra los ojos e imagina otras manos. Ha probado a dejarse adormecer, pero sabe que no es capaz de dormir al amparo de aquellas caricias gruesas. Le duele el cuerpo. Ha aprendido el punto exacto donde debe parar. No antes. No después. Eso genera angustia. Reconoce el segundo preciso que le traerá la paz. Si no agradece, volverán. Si agradece demasiado pronto o sin dejarse hacer, llevarán el sadismo a extremos que no quiere volver a experimentar. G-r-a-c-i-a-s. No te hemos escuchado. Gra-cias. No vocalizas. Gracias. Viernes oscuridad, sábado oscuridad. Domingo de reflexión. Pide perdón y ama. ¿Cómo no devolver ese amor infinito?, se dice buscando entre sus borrosos sarcasmos. "La risa, la lamentación, el odio", dice Nietzsche. Infame pensador, permíteme un poco de aucompasión, reclama Aner.

-¿Qué tal el paseo?, pregunta el confiador, que ha entrado de nuevo.

Aner cierra los ojos y musita incoherencias.

El confiador lo toma por las mejillas con su colgante románico y besa su frente: no sabes amar la mano que te da de comer. No has de poner la otra mejilla, sino aprender a asestar el golpe sobre la mejilla ofrecida. Me han hecho daño, -grítalo.

-No quiero poner la otra mejilla. Tampoco gritar, dice Aner. Quizá por eso ella no quiso.

-Puto ingenuo.

La tarde es tiempo de ascetismo. A veces se siente como Zaratustra. Se dibuja una barba sobre su rostro y se imagina un peregrinaje adaptado a su vida. Su Zaratustra trasciende esa apariencia. Es el predicador en el desierto de la mente. Deambula sobre un escenario cerebromórfico, atravesando curvas y lagunas. Así mata su deseo de otros. Se sienta sobre alguna neurona con cuidado de no dañarla. Luego levita el superhombre miniturizado (cuando algo no vaya bien, échale la culpa al basileo). Se sienta en flor de loto y comienza su viaje de la mente dentro de una mente. Myse en abisme neuronal, el primer pensamiento de su pensamiento. Va adentrándose entre las ideas. Sabe que hay que moverse un poco más. Ir al fondo es ir al negro. Bordea grises y siente que la nada anda cerca. Escucha aún un batir de sangre y ecos de sístoles y otras interferencias corporales como los jugos gástricos. El domingo es el día en que puede cerrar de verdad los ojos. Levita. Negro, apenas sutiles y armónicas esferas y nebulosas de la luz que hacen posible la oscuridad: no hay recuerdos sino el efecto emocional de toda una práctica. Cuando recupera la conciencia espacial lo invaden los ecos de lo acontecido durante la semana: humillación, provocación, persecución, tentación, decepción, invitación, abandono, manipulación, engaño, violación de la intimidad, de la privacidad, del cuerpo, enjuiciamiento, manada, venganza colectiva, aleccionamiento, adoctrinación, anulación deliberada de sí, erosión, hijocabronismo, desgaste. A veces se vienen disfrazados de altruismo, bondad, amor o confianza.

-Me han desposeído en nombre del amor, se dice y en un solo paso vuelve a la celda gris de su vida.

El cerebro rosado, como el de las viñetas, acaricia el suelo. Quiérete. Teme anotarlo en su cuaderno. Sabe que se lo robarán, que lo leerán. Cada vez que se queja o confiesa dolor, atizan con más fuerza o los silencios se convierten en indiferencia absoluta. Llama, pero no habrá nadie tras su lamento. La manada se crece con su sufrimiento. Él lo sabe. Por eso teme incluso sufrir, porque no puede confesar siquiera que sufre. Eso lo atormenta. Recuerda las represalias tras describir su tristeza.

Los lunes era el día de los golpes invisibles: mostrar un vaso de agua cuando estaba sediento, comida cuando se sentía hambriento, o el objeto robado como propio. Se hundía en la esquina mugrienta buscando crear un nuevo fondo donde mudarse. Los hombres corpulentos entran, como era su costumbre, sin avisar. Lo toman bruscamente. Antes de hacerlo regresar, lo palpan y hacen como si hicieran. Lo llevan a la sala de luz. El hombre de la bata lo asiste.

-¿Cómo te encuentras hoy?

-Es-tupen-damen, tartamudea Aner.

-Escribes mejor que hablas. ¿Quieres contarme qué has pensado durante la noche?

- Paseaba junto al mar junto a mi perro. Me ponía de cuclillas y acariciaba primero su cabeza, luego su lomo y finalmente jugaba con su hocico.

-¿Era un día azul?

-El más azul de los días.

-Dicen, en cambio, que no has pasado buena noche.

-¿Acaso estaban ellos allí?

-A y B y C estaban allí y comentan cosas sobre ti.

-Son buenas personas, dice Aner, que ya sabe que nunca más debe decir lo que piensa de nadie.

-Excelente respuesta, Aner. ¿Ves? ¿Te das cuenta? Se han hecho respetar.

-Se han hecho temer, -dice Aner con un volumen improcedente que regula al instante.

-No hay delgada línea que delimite respeto y temor. Algunos solo respetan pasando por la vara del miedo. Por cierto, los muchachos me han entregado esto.

-Nunca había visto nada similar.

-¿Nunca tuviste uno?

-No, nunca tuve uno.Un día casi lo consigo.

-¿Y qué pasó?

-Digo... lo tuve. Mentí.Acabo de mentir.

-Mentiste y mientes, como mientes sobre todo.

-No sobre todo.

-¿En qué no has mentido? ¿Lo tuviste o no?

-Era mío.

-Así que era cierto.

-¿Era cierto qué?

-Que dijiste que A y B te robaron esto.

-Esto era mío, lo que digo es que era mío.

-¿Es que crees que esto puede poseerse?

-En efecto, esto no puede poseerse.

-Entonces por qué dices que era tuyo.

-Dije que no puede poseerse, no que no fuera mío. Por eso acusé a A y B de robármelo.

-¿Estás acusándolos de ladrones de robar algo que no puede poseerse?Descansa, pareces agotado.

Aparece A, quien se queda bajo el quicio de la puerta. No dice nada. El clima es tenso.

-No los he acusado de nada, protesta Aner.

-Dices que esto era tuyo, continua el hombre de la bata.

-Y lo era.

-Pero también dices que esto no puede poseerse. Pura contradicción. Mientes de nuevo. Ahí lo tienes. Di lo que tengas que decirle, ordena señalando a A.

-No tengo nada que comunicarle, ¿qué se supone que debo de decirle?

El hombre de la bata anota escrupulosamente en su cuaderno: "autoengaño y problemas para confrontar hechos. Se queda sin palabras ante la disyuntiva. Diga lo que diga, la respuesta verdedera es la contraria. Inseguridad y manía persecutoria".

-¿No ha venido nadie a verme?, retoma Aner.

-De nuevo sigues con esa dependencia emocional y aún no has superado tu tendencia a la mentira.

-Pero no he mentido.

-Tampoco has dicho la verdad.

-Me están manipulando.

-¿Así te sientes?

-Como el desquiciado de Munch, me siento. Desdibujado y con la pintura goteando. Como un personaje mojado que jamás podrá secarse. Un grito asordinado como el suyo, que precisa adentrarse en el instrumento que somos para poder ser escuchados.

-¿Qué más sientes? -"pensamiento paranoico", apunta.

-No soy yo, son ustedes, que tergiversan las situaciones hasta convertirlas en verdad o hasta obligarme a confesar la respuesta que quieren. Lo veo con total lucidez. Ustedes también vociferan por dentro, solo que mienten mejor que yo o nadie desafía sus mentiras.

-Ellos no están aquí para escuchar tus desvaríos.

-Y usted nunca confía en la autenticidad de mi verdad.

-¿Crees que te persiguen? ¿Que te acosan?

-Exacto. Por mentirososo, por inseguro, por miedica, por no creer en mi propia cordura.

-Ese es su propio diagnóstico, nadie ha dicho esto.

-¡?Cómo que no?!

-No lo has entendido, estamos aquí para ayudarte. Pero no te dejas. Estás ciego de envidia, celos, odio y resentimiento.

-No es cierto, solo quiero libertad y dejar de sentirme provocado, ninguneado, ignorado. Y sí, mi resentimiento es resultado de sus acciones, no era mi estado antes de este proceso. ¿Cómo no voy a estar resentido si han orquestado la sintonía del infierno, ellos y ustedes, haciendo malsonar todas las emociones al unísono? ¿Cómo podría estar? Lo escuché de uno de ustedes: -tienes que romperte, Aner. Para seguir tienes que romperte. Y todos martillaron a un tiempo. ¿Qué esperaban? ¿Encontrarme de una pieza a mi regreso, si es que regreso? O es que no ven que romper es maltratar.

-¿No te han dado comida, agua? ¿No has tenido tu tiempo para el deporte, una vida sana? ¿No te hemos procurado a un confiador, espalda contra espalda, para tus prácticas espirituales. Y a un experto de la mente para llevar tu terapia... ¿Acaso no has tenido eso?

-Vuelve usted a invalidarme cambiando las preguntas, evadiendo las respuestas. Tengo lo que ustedes me ofrecen, no lo que yo estimo necesario. Eso me han robado, el derecho a decidir por mí mismo.

-Puedes decidir. Hazlo.

-Me quitarán lo bailado, me borrarán de la comunidad.

-Aceptación y agradecimiento son las claves de la verdadera integración y felicidad. Nada mostrarás que no se halle dentro de ti. Vaya, pero recuerdo que eras muy crítico con los manuales de autoayuda cuando viniste aquí.

-¿Niega usted que podamos tener el don de crear universos que no sean el nuestro? Además, nunca vine a pedir ayuda. Aquí me trajeron por la fuerza, cerrándome las puertas del mundo que había construido.

-Exacto, que habías construido, no el que se te había asignado, carente, como estabas de aceptación y gratitud. No volverás a tu lugar hasta que aprenda eso. No encontrarás un lugar incluso, aunque te transportes a él. Te trajeron porque ¿ya lo has olvidado? ¿No recuerdas?

B y C entran mientras A mantiene abierta la puerta. B le recuerda el día en el que vive, es decir, que los lunes era el día de los golpes invisibles: mostrar un vaso de agua cuando estaba sediento, comida cuando se sentía hambriento, o el objeto robado como propio. Él se hundía en la esquina mugrienta buscando crear un nuevo fondo donde mudarse. Pero es dura la pared. Había sufrido la acostumbrada noche en que no pega ojo.

-Perdiste el juicio, Aner. Subiste a aquel avión paralizado de ansiedad. Hablabas de no sé qué mensaje que habías enviado por error. Que no debías haber escrito ni confesado nada. También balbuceabas tu miedo a que estuvieran esperándote con un equipo psiquiátrico cuando bajaras del avión. Recuerda, según nos contaste, que habías hecho una primera escala lejos, donde todavía te sentías medianamente a salvo pero ya incapaz de estar en tus cabales. Sentías que te miraban. Eras incapaz de pensar en otra cosa que no fuera el miedo. Solo veías al equipo médico y la mirada de reproche, decepción y tristeza de tus seres queridos. Fuiste incapaz de romper el bucle durante las diez horas que duraba el trayecto, fuera de ti, maldiciéndote. El pánico te impedía llorar. Sentías la rigidez morturia de un cuerpo vivo que quería morir. Te urgía llegar al destino para verificar si ella habría dado o no parte de tu estado de salud mental a tu familia. Los veías a todos, esperando a pie de pista en la segunda escala, ya más cerca de casa. Los ojos de desesperación por tu demencia de quien te trajo al mundo, una tristeza irrevocable que sospechabas imposible de borrar. Lo viste todo. No era solo que te encontraran lívido del pánico, sino tu temor a que supieran el contenido de aquella carta larga que no debiste enviar. Cuando bajaste del avión respiraste porque no había equipo médico. Pero faltaba todavía el último tramo del trayecto. El pulso se desbordaba. La pasajera del asiento contiguo te ofreció agua, te preguntó si te encontrabas bien. Se notaba que estabas cerca, porque ningún otro pasajero de los trayectos anteriores mostró muestaras de preocupación pese a la evidencia. Hiciste cientos de cuentas atrás para no imaginar. Querías detener el pensamiento. Qué digo detener, querías movilizarlo, ser capaz de sacarlo del atasco emocional. Pero fuiste incapaz. Allí seguía ella, mostrando la carta a la familia y todos esperándote bajo la puerta del avión con varios sanitarios y una camilla por si te resistías. Tampoco allí. Quizá dentro, cuando vayas en dirección de los taxis. No había nadie. Retomaste el pulso. No volviste a estar tranquilo en tu vida. Nunca supiste si esto terminó aquí. Nunca supiste si ella dio parte o si ellos lo callaron. El pánico dio tregua ese día, pero lo escrito escrito estaba y era evidente que ella no lo borraría. Tú también contaste. Lo sabes. Y te arrepientes. Pero el mal está hecho. ¿Cómo vivir con ello? Hablabas de un juramento...

Los jueves tocaba humillación por la torpeza. Hacia las doce comenzaba siempre el gran desfile. Fue durante la celebración del Día del Remordimiento. Lo llevaron esta vez al recuerdo de la puerta azul, que por fin parecía no doler. Su corazón permaneció tranquilo. Era tal vez la primera vez que no se alteraba al mirarla. Cuando salía a pasear al muelle solía escuchar el pulso desbordado y cómo el corazón reptaba buscando el sosiego en alguna parte de su mente. Los brazos se tensaban como el día que pulsó el botón de llamada frente a la puerta. El día de la puerta, como lo llamaría después, había salido a correr. Llevaba su teléfono. Llamaría antes de partir de viaje. Sentía que no debía, que pasaría lo de siempre, que quizá respondería, pero quizá no. O a lo mejor la respuesta no le traería más que sufrimiento, como siempre. Pero algo le dictaba que debía trabajar su determinación, su osadía, su aplomo. ¿Por qué no hacerlo? ¿Por qué sí? Porque había días en que erróneamente creía ver posibilidades de reciprocidad. Ese día estaba especialmente escéptico. Corría, paraba y cuando el pulso volvía al valor inicial tomaba el teléfono, respiraba y decía, ahora. El orgullo lo detenía y volvía a dar otra vuelta. Fue como a la cuarta carrera que paró, ensayó la seguridad de su voz y pulsó el botón. Lo revivió todo mientras la carroza del desfile le mostraba el recuerdo. La respiración tomó el pulso a su memoria e incrementó el ritmo de las pulsaciones al revivir la disyuntiva. Y la certeza del hostión y la esperanza justificada bajo toda una retahíla que de verdad se creía, acerca de la perseverancia y contra el orgullo fuerte. Ahora ve con lucidez que confundió el orgullo con la dignidad, algo valorable únicamente tras la pérdida: si pierdes el orgullo, cabe la posibilidad de ganar algo, pero si pierdes la dignidad el premio es una humillación desesperante. Frente a esa puerta azul habría pulsado por penúltima vez la tecla verde. Ella no contestó y él había viajado sin respuesta. Luego empezaron las señales. Leía mensajes en todos sitios, pero nunca más hubo comunicación entre ellos. Fue en esa puerta donde se hizo la gran promesa de no llamarla más. La rompió un día de julio, el mismo día que lo juró de nuevo y definitivamente. No era justo, pensaba, que mientras unos se jugaban la dignidad y se exponían en el plano de la realidad, otros se comunicaran con indirectas tras el confort de la irreprochabilidad.

-Nadie te hablaba, -es lo que dicen todos. Todos no pueden mentir.

-¿Y si pudieran hacerlo? Lo importante es que ella no me hará dudar de mi cordura nunca más, -se reafirmó Aner.

No sabe lo que siente, no teme a la etiqueta. Sabe que hubo un viaje. Sabe que perdió el juicio. Que escribió una carta, en la calle de La Libertad, que marcó el comienzo de su proceso de esclavitud. Nunca supo si su delirio fue tan grave que lo llevara a un episodio de amnesia, porque recuerda las diez horas de insufrible pánico, pero no qué pasó tras su llegada, solo que pronto estuvo en casa. Esta experiencia quedó fuera de todo lo que había experimentado nunca. No habría más puertas azules. No las habrá. Al final queda la letanía de un yo solo quería conocerla, pero todo se salió de sus cauces. Solo quería conocerla pero. Solo quería conocerla y. Mira el desfile. Se ve de nuevo en casa mientras se dice que todo este proceso tenía que pasar para no volver a pulsar los verdes no correspondidos nunca más; para decir que de las razones que entonces lo movían ya no queda nada, para aprender a lamer las heridas hasta convertirlas en caricias. Masturbación de amor propio hasta darse el gusto que reclama. Siempre habrá días raros. Si pudiera borrarlo todo. Si pudiera. Camina lentamente. Ya no tiene prisa. Camina erguido sobre dos pies. Pequeños pies para pequeños pasos, deformes pero avanzan.

-Si pudieras ver la belleza en lo grotesco: cuando el niño era un niño no sabían que existía lo grotesco, y lo grotesco era insólito. Cuando el niño era niño solo le importaba que la gente sonriera. Ella no tenía la culpa. Era mi responsabilidad hacerme respetar. -piensa.

El desfile avanza. Ahora se juega una partida de cartas. Solo hay dos naipes para dos jugadores. Uno pierde, sin embargo. Es todo o nada. Picas dice: vuelve a hacerlo. Corazones dice: escucha. Las picas tienen forma de diamante, pero qué va, son lanzas que atraviesan. Los corazones son, evidentemente, más de amar.

-¿Sigues leyendo esas señales?, pregunta el hombre de la bata durante la hora de sesión.

-Sí, pero ya no les hago caso, digo que quizá me hablan a mí, que quizá no. Antítesis pura, sí y no. A mí sí, a mí no. A la postre, tiende a no, es decir, sigo el camino. Después de todo, hice una promesa frente a la puerta azul. Lo peor es que suponía que el oprobio acabaría, pero aquí es peor. O tal vez sea cierto que sentimos pensamientos.

-¿Y si fueran verdad?, pregunta el hombre de la bata. ¿Qué tendrías que decir a eso?

-Que las señales tendrían que ser compatibles con mi promesa. No podría volver a pulsar jamás la tecla verde.

-¿Sigues soñando con vencejos?

-A veces.

La habitación le pareció ahora más amplia y las semanas cambiaron sus rutinas.





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