Me regalo una rosa
Hay cola, tanta como antes de los despidos masivos y
del imperativo irrefutable de los autoservicios en línea. Decían que se
acabarían las esperas, pero algunas operaciones no pueden hacerse desde casa.
Hay, además, quienes aún no saben autogestionarse y apenas hay un empleado para
cuatro ventanillas cuyos mostradores han quedado como reliquias de los viejos
tiempos de servicios humanos. También hay dos despachos para cargos que
trabajan a puerta abierta para aparentar transparencia, urdiendo su narices tras
el móvil y las series de documentos impresos con ritmo oficinesco: se sienta,
la uña hace clic clic clic, se levanta, recoge unos papeles, los lee con altura
de presbicia, los escanea, se sienta, la uña hace clic clic clic, responde al
teléfono, se levanta con teléfono en mano, recoge torpemente unos papeles, los
lee, se sienta.
Quedan, al menos, asientos libres porque hay quienes consideran
que de pie el tiempo transcurre más deprisa. Un niño de unos once hace y
deshace cubos. Desde que Erno Rubik recibiera el premio al diseño del año y ese
cubo de colores fuera el juguete más vendido de la historia, siempre había
tenido serias dudas de que alguien supiera armarlos y resultaba tentador
atender a tal inusual destreza. La mirada acusadora de la madre la disuade de
observar el espectáculo de su preadolescente y la hace desviar sus ojos hacia
ese punto universal al que todos miramos cuando no sabemos hacia dónde mirar. A
veces lo observa de reojo.
Allí, sentada, su conciencia dice que hace lo correcto
y que, en cualquier caso, no cabe ya otra posibilidad. La noche ha sido
dura y le ha tendido cortocircuitos insomnes entre la vigilia y la tentación rem.
Esa cantidad obscena en su cuenta bancaria, qué hacer, qué callar. Ayer apenas
llegaba a fin de mes y ahora con tanto que teme que se le lea en la cara y que
la atraquen, la asalten, la jaqueen. ¿Cómo es posible que le hayan dado tamaña
responsabilidad? ¿Qué hace si alguien se lo arrebata? La noche se ha
emponzoñado en estos pensamientos oscuros. Ha novelado toda suerte de géneros.
Primero, que compraría un billete y allí, en cualquier parte donde el avión la
llevara, contrataría a un abogado de talla mafiosa. No, deshace el texto en su
mente para darle fuerza a la idea de un robo de identidad. Echa de menos no
tener los contactos adecuados. No. Seguirá trabajando donde siempre e irá
fraguando la estrategia a medio plazo, para que cuando todos los cabos estén
bien acordonados y sin fisuras, poder dar finalmente el pelotazo. Abrirá una
escuela. No, un local de música. No, un teatro. No, una ONG. No, disfrutará lo
que le queda de vida en una ociosidad impúdica. Escribe cartas familiares dando
señales de vida pero no explicaciones. No, les hablará desde allá, dondequiera que sea. Quizá pueda
hacerles creer que le ha tocado la lotería o que la han ascendido en su trabajo
y debe promocionar fuera. ¿Pero y si algo falla? ¿Si todo sale a la luz antes
de que los guantes blancos queden emponzoñados de avaricia? Quizá sea todo una
trampa de su jefe, de su ex pareja, de algún amigo que quiere ponerla a prueba.
Visualiza los titulares de la prensa internacional. Le monde diplomatique:
25 ans de prison pour... Tagesspiegel...
großer Betrug in... La stampa: hanno arrestato... Lenta: … Siquiera
puede imaginar la escritura rusa, así que detiene este pensamiento. La
hegemonía es así de selectiva y unas lenguas se imponen más que otras. Sus
manos sudan y siente calor bajo las sábanas. Solo cuando piensa con honestidad,
la temperatura se regula y el sueño asoma. Siente que su gran fortuna es su
conciencia, su honestidad, y que por suerte es capaz de elegir lo correcto y que
no cabe nada de frustración. Saborea su pensamiento, su cordura, su educación. Solo
los chorizos dudarían qué hacer.
En su móvil abre la aplicación de la entidad financiera.
Revisa los datos, investiga la fuente originaria. Qué tipo de broma es esta, se
maldice de nuevo. ¿Y si está en el foco de mira de alguna banda internacional?
Pero a qué este pensamiento en un país donde nunca pasa nada, como si un serial
televisivo mezclara un plano con su realidad. Qué pueden pretender de una
invisible como ella. Hace captura de pantalla, la recorta, la guarda. Vuelve a
editarla porque la fecha también debe constar. Sabe que es una prueba y
con suerte, será el simple recuerdo de una anécdota. Aunque la decisión está
tomada, las cifras palpitan planes, estrategias, defensas anticipadas, juicios
por venir de gran verosimilitud. Prodigiosa mente especulativa, -piensa.
-Usted sabía que…
-Pero no fue mi responsabilidad que el dinero…
Se pregunta qué la mueve de fondo, qué hay tras esa
honestidad ya elegida, si, una ética tan bien fraguada como cree o en el fondo,
la impotencia de no saber cómo podría utilizar esa oportunidad, el miedo a las
consecuencias o la pereza de acometer una lucha cuya base ya la coloca al borde
del precipicio. Es cierto que en su más inconfesable soliloquio no cabe más que el imperativo moral del no
robarás y que a lo más que se atreve en su propia ficción es a retardar la
devolución mientras el dinero le da beneficios.
El niño ha comenzado el cuarto de los cubos de la
mañana. Una pantalla marca su turno. Aun habrá de esperar un poco porque, a
juzgar por la cara del empleado, esto es cosa que debe resolver el gerente.
La palabra honestidad los deja a todos tartamudos
cuando días después muestra la captura de pantalla. En la floristería de la
esquina compró una flor. La conciencia le reclama que podría haber
resuelto su vida y la de muchos, que cabía la posibilidad de haber hecho una
pequeña trampa, una valiente espera. Que mientras durara el juicio, igual
hubiera emprendido en algún negocio y que hubiera devuelto con creces aquel préstamo fortuito e inesperado que pocos días
antes había aparecido en su cuenta por error de algún bancario que, por puro
azar, confundió un siete con un ocho. Sacó dos dignos euros, pagó la flor y se
la regaló a sí misma.
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