Olga Tokarczuk. Los libros de Jacob



“Jacob, nuestro Señor, dice:

Todo aquel que busque la salvación debe hacer tres cosas: cambiar su lugar de residencia, cambiar su nombre y cambiar sus actos”. Y tal fue el destino de su secta.
A las preguntas con que podemos configurar las expectativas al comienzo de la lectura acerca de Jacob: ¿es el enviado, un charlatán, un mero humano?, ¿tenía esa vocación, fue manipulado o realmente ha devenido lo que quiera que sea?, ¿es ajeno al común de los mortales o no es más que una réplica simbólica de lo que nos hace común? se llega a una enmarañada conciencia de que tras la búsqueda del conocimiento se esconden los mayores sortilegios políticos.
“Los libros de Jacob” es un capítulo de la historia de los pogromos, una ficción histórica sobre cómo aconteció el frankismo en la compleja Polonia: la Cuestión polaca, tras la muerte de Augusto III, las religiones a medio hacer, las mixturas lingüísticas -el inglés aún no era una lengua que aprender-. Nos da para pensar qué hace a un líder, si el temor que infunde, el aplomo de su personalidad, hacerse llamar simplón, y serlo, en efecto, el azar, ser mártir, la falta de escrúpulos, la absurda esencialidad del poder, el miedo...
Contextualizada en tiempos de crisis, plagas y guerras sin fin, este libro mayúsculo de género histórico pone en escena a zares, políticos, káiseres, banqueros, teólogos,… algunos de los cuales se cruzan directa o indirectamente en la vida del protagonista, que no es otro que, como dije, Jacob Frank, a quien algunos acabarán considerando un farsante y otros "un sabio judío no judío" (página 282, es decir 782, porque el libro comienza por la página 1064 en progresión descendente, entiendo que como recurso semítico hebraico, y entiendo bien, porque Olga Tokarczuk, en su nutrida nota bibliográfica final así lo cuenta: “la numeración a la inversa de las páginas aplicada en esta obra es una referencia a los libros escritos en hebreo y también un recordatorio de que todo orden es una cuestión de costumbre”). Es decir, es una obra larga, densa y profunda.
Una novela sobre la que subrayar el despliegue incesante de reflexiones filosóficas y teológicas: “Ser impaciente no quiere decir no vivir de verdad, sino vivir siempre en el futuro, en lo que ha de suceder pero aún no ha sucedido”. “No te dejes engañar por ese brillo dorado, ráscalo con una uña, mira lo que hay debajo”;“-Cuando consideras bueno el mundo, el mal se convierte en excepción, carencia y error, y nada encaja. Mas si partes de la premisa contraria, de que el mundo es malo y lo excepcional es la bondad, todo cobra sentido. Por qué no queremos ver lo obvio?”; o los versos…
“Vaga sin freno por el infinito,
se ríe de la humana erudición,
llama en secreto feo a lo bonito,
disipa cualquier ilusión”.
Cuenta el largo peregrinaje de varias familias y generaciones que, lideradas por Jacob, atraviesan Turquía, Polonia (de Polin, ‘descansad aquí’), Chequia, Alemania, Rusia. También hay un (no tan) breve paseo por la Austria de Haydn y Mozart. En Częstochowa Jacob será recluido por hereje y allí será donde visualizará, mediante el icono mariano, la Shejiná.
Los conversos o neófitos guiados por Jacob, cabalistas y rabinos en su mayoría, que abandonan el Talmud, se convierten al catolicismo a través del bautismo, pero con la pretensión de no abandonar otros dogmas y prácticas judías. Evidentemente esto genera una controversia, sospechas y juicios inquisitorios que buscan confirmar la veracidad de este incipiente e inestable credo. En el seno de tal tránsito, algunos hijos mueren ¿de bautismo? en un proceso de conversión a todas luces oportunista.
Los personajes son genuinos, redondos y humanos, en busca de un lugar y de un pueblo que no acaban de encontrar. Urgidos de adaptación y comunicabilidad, usan Orbis Pictus, de Comenio, para aprender cuatro lenguas, mientras el acento judío se disuelve “como la nieve”. Rezuman asimismo cinismo esos que dicen “como si fuésemos unos nobles cualesquiera”. La conversión fue mucho más que debate teológico, que peroratas contra Moisés o que un cuestionamiento del origen y desarrollo de la hermenéutica del judaísmo. Contravienen indecorosamente la nueva religión que dicen querer abrazar y cuchichean con descrédito y burlescamente, entre ellos: -Creen que el mundo ha sido creado a partir del verbo.
Entre trampas y disertaciones teológicas, ensayos sobre la dualidad, la Trinidad y la cuadridad, que incorpora la Shejiná y la cabalística y el árbol de las Sefirot, la nueva religión abrazará la realidad de que la guerra se convierte en negocio (“es buena para nosotros”), ya “nada les interesa salvo la política” o invitan a tirar la piedra y esconder la mano: “-Si os preguntan de dónde sois y adónde vais, haceos los sordos y fingid que no entendéis sus palabras. Que de vosotros digan: estos hombres son hermosos y buenos, pero simplones, carecen de raciocinio. No les llevéis la contraria”. Los sueños ayudan a hacer creíbles la efectividad de ciertos vaticinios de Jacob, surrealistas y recurrentes, como los “sueños con gente sin pies”. -“Tienes suerte, yo sueño con establos y cloacas”, le contravendrán.
Así, conforme crece el poder, la teología abre paso a una presencia y reflexión cada vez más políticas, hasta alcanzar deliberaciones sobre la Res Publica, como refiere la autora en la obra a estas naciones embrionarias, aún sin cuerpo, del XVIII. La matriarca Yenta dirá respecto del Estado que:
“es un sistema vigilante y siempre alerta, sostenido por cientos y miles de escritorios de empleados públicos y pilas de papeles multiplicados mediante las caricias de las afiladas puntas de las plumas de oca que van pasando de mano en mano, de escritorio en escritorio; las hojas de papel agitan el aire de manera quizá imperceptible en comparación con los vientos otoñales, pero significativa sin embargo a escala mundial. En algún lugar remoto, en África o en Alaska, puede desencadenar un huracán. El Estado es un usurpador perfecto, un monarca despiadado, un orden establecido de una vez para siempre (hasta que lo barra la próxima guerra). ¿Quién trazó la frontera en esa maraña de maleza? ¿Quién prohíbe cruzarla? ¿En nombre de quién actúa ese desconfiado oficial con guantes y de dónde procede esa desconfianza? ¿Con qué propósito se emiten esos papeles transportados por postillones y emisarios en sillas de posta cuyos cansados caballos se reemplazan en cada relevo?”
Avanzado el libro aparecen los ilustrados (Diderot), los masones, y lo que interpreto como la doble vertiente del Las Luces que forjaron un Siglo. De este modo, convivieron los iluminados de la Razón y los iluminados del misterio cabalístico. “La verdad del mundo no es la materia, sino la vibración de las centellas de la luz, ese incesante parpadeo que hállase en todas las cosas”, decía el Libro del Esplendor.
Esta novela se escribe con el mimo de una escultora de figuras; con agudeza e impiedad en la caracterización de Jakob, que no desvelo porque tampoco es cuestión de espoilear el precioso y cuidado semblante que Tokarczuk ofrece de este autoprocamado profeta. Un estilo rico, un contenido riguroso, unas descripciones extraordinarias, como cuando Avacha/Ewa/Ewina llega a Chequia y muestra esa mirada acuarela: “aquí todo parece aguado, como si todos los colores del mundo se disolvieran en leche” (266), o esos “bigotes recortados en clave de sol”.
Y un cierto final llega con la neshika, es decir, con ‘el beso de dios’, pues, “¿Qué es la vida sino un baile sobre las tumbas?”.

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