El vagón de las medias verdades


Veinte minutos después la foto era otra. Distintas caras, otros observadores. La algarabía por la experiencia exótica del viaje permaneció, por azar o por antojo del destino, congelada durante unos segundos. Los turistas devinieron entonces pálidos como velas. Los demás sonrieron una vez hubo pasado el trance, aunque los ojos les brillaban con una tristeza definitivamente indomable.

El tren sigue y para y vuelve a seguir y no hace pi-pi, como los trenes de cuentos y películas de época, sino que es silencioso como si hubiera sido diseñado para una ficción  de zombis. Unos suben para leer la prensa o para disfrutar del paisaje, mientras que otros borran, con exquisita decisión, las fotos que ya no deben continuar de ningún modo en sus teléfonos o releen con nostalgia los mensajes antiguos que no se dejan eliminar. Hacia el fondo de algún pasillo, algunos conceden este tiempo a llamar a sus amistades abandonadas y otros a confesarse ante extraños por resultarles menos arriesgado que con sus amigos. Casi todos degustan, reseteados tras el percance, los bocados del tiempo ajeno a cualquier forma de responsabilidad urgente. Unos ruegan, otros lo anhelan con íntima vehemencia, que lo que les resta por terminar la ruta acontezca con aburrida normalidad. 

-El tiempo libre debería de ser tiempo para ser libres -dice serenamente el viajero. 

-Ser libres, dice, pues ha de saber que no podrá salir del vagón hasta que termine el trayecto -piensa el azafato. 

-No, no puedo –responde el viajero. 

-No puede salir del vagón, me ha leído la mente -dice el azafato, que recoge su perplejidad y la sustituye por una sonrisa que delata su impecable sociabilidad. 

-Pero puedo generar, por ejemplo, una situación alarmante y conseguir bajarme donde quiera. Por ejemplo, decir que llevo una bomba.

El azafato se acerca y observa escrutador la chaqueta impecablemente planchada.

-Hay bombas pequeñas, añade el viajero. Tranquilo, soy hombre de paz. 

-No debería bromear con estas cosas. Además, piense que un retraso afectaría a los demás pasajeros. Imagínese, faltar a una consulta médica, ponerse de parto antes de tiempo, no llegar al café con la prima Nini, que les visita una vez cada dos años, pagar la cuota de un seguro o de una hipoteca sin sus abusivos recargos, la manutención de sus ciertas criaturas, llegar a tiempo de despedir a un querido ser, de asistir al funeral de un ser amado. 

Al viajero, aunque comparte el discurso, le aburre solemnemente toda esa perorata sobre imperativos morales. 

-También puede abrir su gabardina y… –comenta el azafato, para paliar el hastío del viajero mientras se acomoda las mangas de la camisa. Pero se arrepiente: 

-Lo siento, dice y calla. 

-Y… exhibir mi cuerpo desnudo entre los pasajeros. En efecto, también así me invitarían a apearme, -dice el viajero con ademán de conformidad y un poco más entretenido. 

-¿Necesita algo más? –pregunta el azafato.

-¿Cómo, ya se aburrió de pensar la libertad o es que teme excederse practicándola? No tendrá miedo a ser usted mismo, -inquiere el viajero. 

El rostro del azafato se transforma, como si el tema lo anegara de sobriedad salada. La sonrisa es ahora solo para la niña con quien el viajero comparte la ridícula mesa rectangular para seis donde apenas caben cuatro tazas y un libro. La cría ocupa el asiento 34F y se levanta para ir al servicio. El azafato la acompaña y a su regreso le ofrece una tableta de chocolate de bolsillo. La pequeña le manifiesta su insobornable gratitud dibujando un corazón que se inaugura con las yemas de los dedos índices y se cierra con una singular danza de pulgares.  

-Parece que has tenido suerte, -sugiere el hombre del asiento 34D cuando el azafato la devuelve a su asiento. Ella mira a su abuela con timidez mientras retoma su confortable asiento. 

-Esos chocolates fueron mi primera llamada a una vida entre trenes. Luego continué con la aventura de viajar y conocer a mucha gente –nostalgia el azafato.

-Y ahora el chocolate es su amarga rutina –piensa el viajero y lo dicta de tal forma en su mente que el mensaje se dibuja en el aire.

-Nada se sabe de los pensamientos que se encierran tras los rostros, -responde el azafato mientras termina de abrochar el cinturón de seguridad de la pequeña. 

Nostalgia también, es decir, le hubiera gustado que alguien comprendiera y diera valor a  su secreta misión como veterano observador de viajes. Entonces piensa en la intensidad de la comunicación. Buenos días, tardes, noches, sí señor, aquí tiene señora, buen viaje, joven, hasta la próxima, feliz Navidad, feliz estancia. Claro que hubo momentos de esos de vida de primera, como cuando conoció a su segunda pareja. Lo había ayudado a subir el equipaje a un altillo defectuoso. Bajaron juntos al final del trayecto. La posición corporal y las formas del viajero de repente lo abruman. Siente ira o miedo. Quizá atracción. No, siente angustia y un vacío que, de haber sabido más filosofía hubiera descrito como existencial. Sabe que no porta una bomba y que tampoco lleva gabardina. Avanza unos pasos atrás y observa la panorámica del vagón. Cada uno de los pasajeros lleva una antorcha o un estandarte con su libertad. Nadie puede salir ahora de aquí, pero luego estarán afuera. O acaso, el porte del viajero va en su cerebro. Pronto lo ve claro. El viajero no lleva la libertad, es la libertad quien lo sube en su grupa de abstracción y se funde con él y hacen como unidad lo que creen que han de hacer. Ese hombre no estará solo jamás.  

El viajero rompe el ensimismamiento cuando le pide dos cafés. 

-Uno es para usted –dice el viajero una vez servidos.

-Estoy trabajando –dice le azafato mientras mira con fugaz escrutinio a su alrededor.  

-No importa, -sorbe.  

El viajero había sido inspector de zona y ahora viaja.

-Nadie es más observado que el observador principal, -le devolvieron  casi mágicamente  los labios que habían adivinado el pensamiento. 

-Como un vigilante o como un escritor, son oficios parecidos, dice el pasajero de negro que no había abierto la boca durante el trayecto y que coloca el marcador hacia la página 400 del tomo I de una edición de bolsillo de El hombre sin atributos. 

-Exacto. Solo que, como en la distopía orwelliana, el escritor es vigilado, no así el vigilante. Dicho de otro modo: no es lo mismo vigilar que observar. El vigilante representa al poder, el escritor, su desafío. 

-¿En serio? –dice la niña que parecía absorta colocando piezas sobre piezas en su tableta. ¿Cuántos seguidores tienes?¿Sabes venderte? 

-¿Cuántas raciones de texto son suficientes? –piensa irónicamente el pasajero de negro. No irás a ponerte a la bajura de una cría. 

-Pues para mí que lo que hace al escritor es su influence-flow, agrega la niña mientras se zampa un paquete de cuadrados crujientes con algo de maíz. De repente todo huele como a decorado de la Warner. 

-¿Influencers como esos rapsodas envanecidos que cuando se atreven a capela suenan como conejos degollados? –retoma el viajero. 

-Al menos esos conejos entretienen a las personas, -dice la pasajera de jersey azul que acompaña al de negro y quien presumiblemente es su pareja.

-Algunos hieren su sensibilidad, dirás -responde el pasajero de negro. O insultan su inteligencia. Lo hemos discutido muchas veces. La estética morirá de relativismo. El relativismo, llevado a extremo, encierra una cierta pretensión captadora. El problema no es lo que esos rapsodas ofrezcan, sino la ausencia de crítica. En el fondo ni siquiera son el centro de atención. Creo que es su matriz está el ego y una suerte de captatio benevolentiae masiva: algún día no seré el espectador, sino quien actúa. Contén la crítica. Es miedo. No juzgaré para no ser juzgado. Populismo individual, lo llamaría también. 

-¿Captatio benevolentia? Eres un antiguo, tuteó inconscientemente el viajero. Un antiguo y un amargado, rió con una ironía que quizá no todos leyeron. 

-Dirán que es por envidioso, planea el pasajero de negro. Creo que el malestar de nuestro tiempo es que la crítica está siendo  refutada con el argumento mentiroso y ridículo de la envidia. ¿Envidia del desafinado, de la banalidad del meme, de la expresión del lujo ciego e inconsciente de la realidad, de la ceguera colectiva? 

-No, del éxito, dice la abuela. Recuerdo que antes se admiraba el talento y el trabajo bien hecho. Después llegaba el éxito. Ahora el éxito es casi simultáneo a la creación. Y evidentemente, se compra.

-¿Y quién puede decir que no se hace buen trabajo o que falta talento mientras se triunfa?  –desafía la pasajera de jersey azul.  

-Digo que si se va dejando huella constante de un proceso, lo que se genera es ruido. Y te diré más, creo que el éxito como camino no es sino la muestra de la cotidianeidad fingida. Con un buen guión, eso podría ser el gran teatro del mundo. Pero no es más que  vida llevada a escena. ¿Dónde queda el arte en esta deriva? –inquiere la abuela. 

-El arte son ellos, las propias personas que se hacen a sí mismas –refuta la muchacha de jersey azul. 

-¿Yo qué habría de ser, entonces, una superviviente? –dice la abuela. He dejado un país y he trabajado cada día de mi vida sin dejar testimonio. ¿Crees que el mero testimonio me hubiera dado de comer? ¿O el diseño de un testimonio que llamara a la opinión pública? No hay ya tal tipo de opinión, lo que hay es exhibición. Puedo ser crítica con las caducas monarquías, que se venden solas. Me cuesta más interpretar su sentido y no ver negocio donde ofrecen arte, en esa pantomima de vender ser quien no eres. De diseñar una vida para ser seguida en vez de vivir una vida que pueda o no ser digna de seguimiento. ¿Dónde queda entonces, la persona? ¿Cómo escaparate de consumo? ¿Qué influencer has visto que muestre su miserable vida? El influencer es canon del deseo, el éxito en directo.  De ser arte no es más que arte mercante, escaparate de precios y lujo. Es ostentación grosera que da la espalda a la realidad. 

-Es también realidad. Ahí la negación que llega al desencuentro. De hecho, alguien vería en tu disertación una gran idea. Un mostrador de la pobreza, dice la muchacha. 

-No me vendrás con lo proactivo que es ver una oportunidad en la miseria. Eso es pornografía moral. 

-La idea sacará tal vez a alguien de la miseria en este circo de las vanidades, pero dejará al resto como está. Peor de lo que está: bajo el paradigma de una entelequia de deseos frustrados de antemano y alejados de la realidad. Peor aún, con la miel de posibilidad en los labios, dice el viajero. El relato del paraíso prometido tenía más credibilidad. Pero si eres crítico… 

-Si eres crítico llegamos a la misma conclusión. La legitimación que se hace en las redes del absurdo de masas se funda sobre la base de una argumentación ad hominem. La envidia es el argumento estelar en las contrarréplicas de los hilos de las redes. El neodeísmo neoliberal: los  críticos están contra nosotros porque no pueden consumir ni se adorados como los nuevos dioses. Si no cedieran, habría que comprarlos.

-Tampoco podemos dar la espalda a la realidad. Insisto,  la gente perrea. Es una metáfora,  dice la muchacha. 

-Hay gente que perrea y gente que baila y gente que hace danza y gente que no baila y gente que diseña coreografías y gente que aprende y enseña a bailar y gente que escribe sobre estas y gente que graba los espectáculos y gente que los aplaude. ¿Entiendes?  -dice el azafato.  

-Calla, que te escuchan, advierte el viajero.
  
-No se trata de llegar a la gente. Mira este cuerpo. Míralo bien. -dice el pasajero de azul mostrando su móvil. Alta resolución y muchas horas de gimnasio. ¿Qué te parece? Es bonito, ¿eh? Un millón y medio de seguidores. Si haces clic aparece una foto suya con unos morros rosaliáceos. Escucha esta voz, escúchala. Apenas 4000 seguidores, apenas 1000, apenas unas pocas centenas. Ponle un culo a la voz, compra un puñado de seguidores aquí y allá y verás lo que hace la magia comercial. Ven autoestima y empoderamiento, no cosificación. A mí no pueden decirme que lo digo por envidia. 

-Quizá sí. Quizá no posees una pareja-cosa con ese cuerpo. No pretendía ofenderla, dice la abuela dirigiéndose a la muchacha. 

-¿Y si lo digo yo, que soy gay?-dice el azafato. 

-Creo que lo que hay es una respuesta a un rencor colectivo, dice el viajero. Contra toda pretensión de erudición, de culto a la palabra. El cuerpo, al menos, es tangible, dice el pasajero de azul.

-Nos callarán a todos apelando a nuestra salud emocional e instándonos a sacarnos las toxinas de la crítica. Y a la aceptación la llaman construcción positiva, dice la muchacha, no queda otra.

-Eso es. ¿No queda otra? ¿No?  O te construyes con el meme y el cuerpazo o ve buscando un nuevo planeta, lamenta el muchacho de azul.

-Pero tampoco pasa nada por intentar construir en vez de estar lamentándose constantemente por todo y valorar la vida tal y como se viene –dice la muchacha. A ti, por ejemplo, por qué crees que no te va bien como escritor. 

-Primero me cierren la  puerta y me dicen que “sus relatos carecen del necesario tono poético e intención literaria que hacen al buen escritor”. Después han cuestionado “el tono rimbombante, ampuloso y petulante, además de  adolecer caducas pinceladas barrocas de sus textos” o dicen de ellos que “les falta sensualidad e incorporar neologismos”. Tú y yo no podríamos estar hablando en un relato de esta manera. Tú debes quizá, ser una desconocida misteriosa y con sofisticado escote, o quizá debería describir mi varonil emoción al anhelar tus apretadas nalgas. Si no te sexualizo no podría justificar que tu presencia y forma de estar, tu sinceridad y carácter estén conteniendo, de facto,  un deseo solo evidente cuando el tren se detenga y lleguemos a casa. La narrativa sería más bien: cuando Louis lo desafió sintió una necesidad irrefrenable de tomarla. Verbos que tendría que usar: palpó, lamió, apretó, humedeció. Espacios: Bajo la mesa. Bajo  la blusa. Aseo. Adjetivos: insinuante, furtivo, caliente. Selección léxica lo más cercana de la sociedad. 

-¿Qué es sexualizar? –pregunta la niña. 

El azafato imagina toda suerte de respuestas y fantasea con estar en un teatrito coral: 

-Ponerte a buscar pareja antes de que te apetezca, canta el pasajero a. 
-Ponerte a buscar novio antes de saber si prefieres una novia, canta la pasajera b.
-Ponerte insinuante antes de tener nada que insinuar, canta el pasajero c.  
-Ponerte a seducir cuando puedes estar haciendo cubos de Rubik o jugando con los legos, canta el pasajero d.
-Ponerte a jugar con una muñeca con grandes senos y otros atributos canónicos, canta la pasajera e. 

Sin embargo, fue esa misma la respuesta que le dio la pasajera de jersey azul a la niña. Luego retoma la conversación el joven. 

-Es el escritor quien crea personajes y tiempos. No puede dejarse, pues, condicionar por el tiempo que se le impone.

-¿Pero sí dar cuenta de una época? -responde ella. 

-Esa es una de sus posibilidades. Las nuevas generaciones rescatan el  pasado que  pretenden ofrecer como novedad. También lo hicimos, quién podría juzgarlas. Quieren vinilo y volver a escuchar los discos en orden. Quieren reglas, plantea él. 

-Quieren sus reglas, matiza ella.

El viajero toma la palabra vehementemente. La intelectualidad se ha convertido en un fetiche más. Los ilustradores crean paraísos con libros no leídos, la industria pornográfica pone a mecanografiar, a escribir, a leer a sus procaces actores y actrices, los citadores, o quizá debería decir los quoters, dice. 

-quoters significa ‘presupuestos’ –le corrigen.

Los citadores son los nuevos autores. Los autores no son citados. Y así es la rueda de la tendencia. Recuerdo que una vez temí que la obra no fuera buena. Tengo memoria de sufrir por un adjetivo, o como decía Cioran, de morir por una coma. Pero nada de eso tiene sentido si donde pones el sentido no alcanza su valor. Libertad es vencer el miedo al juicio, eso decían, sentencia el muchacho.

-Ya nadie le teme, pero has de confiar. Lo importante sigue siendo domeñar el ego para que pueda verse lo que de verdad se tiene para ofrecer, dice ella. 

 -Por eso quizá nadie me lee, asiente él.

-A lo mejor, quién sabe, -ella. 

-¿Quién se atreverá a seguir contando historia? ¿En qué planeta quedará huella o espacio para la narración? -él. 

Un beep beep sonó largo y agudo indicando el final del trayecto. El día estaba espléndido, la bomba no detonó pero el azafato fue relevado de su puesto al finalizar el trayecto. Alguien denunció su mala praxis. Quizá fue la llamada práctica de la libertad para darle un giro a su rutina. No pudo, sin embargo, contener en su pensamiento y vociferar un gran qué mierda de sistema. Luego regresó a casa. El viajero lo acompañó y duraría lo que tendría que durar. 



                                                                    Ilustración de la autora. 




Comentarios

Entradas populares de este blog

Mezzo

Apuntes de teatro. Pirandello – Del Arco