El vagón de las medias verdades

Veinte minutos después la foto era otra. Distintas caras, otros observadores. La algarabía por la experiencia exótica del viaje permaneció, por azar o por antojo del destino, congelada durante unos segundos. Los turistas devinieron entonces pálidos como velas. Los demás sonrieron una vez hubo pasado el trance, aunque los ojos les brillaban con una tristeza definitivamente indomable. El tren sigue y para y vuelve a seguir y no hace pi-pi, como los trenes de cuentos y películas de época, sino que es silencioso como si hubiera sido diseñado para una ficción de zombis. Unos suben para leer la prensa o para disfrutar del paisaje, mientras que otros borran, con exquisita decisión, las fotos que ya no deben continuar de ningún modo en sus teléfonos o releen con nostalgia los mensajes antiguos que no se dejan eliminar. Hacia el fondo de algún pasillo, algunos conceden este tiempo a llamar a sus amistades abandonadas y otros a confesarse ante extraños por resultarles menos arriesgado que c...